No fue amor a primera probada: mi historia con la kombucha
- Gonzalo Rios
- 31 oct 2022
- 3 Min. de lectura
Actualizado: hace 5 días
Mi travesía como kombuchero no comenzó la primera vez que la probé. Debo confesar que nunca he creído en el amor a primera vista, y en mi caso, con la kombucha no fue amor ni a primera vista... ni a primera probada.
La primera vez que supe de su existencia fue gracias a mi suegro, el señor Frank, un fermentador artesanal de esos que, si te descuidas, te regalan un frasco misterioso con instrucciones enigmáticas. Desde mis primeras visitas a su casa, no pude evitar fijarme en los frascos repartidos por la cocina: unos recipientes enormes, habitados por figuras llamativas —y, admito, un poco inquietantes. Siendo sincero, aquellos frascos me parecían salidos de un laboratorio de película de terror clase B.

Durante meses, perfeccioné el arte de la evasión cada vez que sonaba el temido: “¿Por qué no pruebas, hijo? Estoy seguro de que te va a gustar.” Todos esos frascos me parecían contener la misma criatura gelatinosa, flotando como medusas atrapadas en una extraña dimensión.
Pero como todo en la vida, llegó el día en que me quedé sin excusas. El brebaje del momento era kombucha. Vi cómo servía un líquido ámbar desde un pote gigante de vidrio donde nadaban, desafiantes, discos gelatinosos y filamentos marrones que se mecían como patas de medusa. Sin salida, acepté mi destino: tomé el vaso, cerré medio los sentidos y me lancé, en modo "supervivencia".
El sabor, sinceramente, quedó sepultado bajo mi propio miedo. No recuerdo si era dulce o ácido; sólo recuerdo mi misión: sonreír como si nada y, por sobre todas las cosas, no mostrar debilidad. Así que, con toda la dignidad que me quedaba, dije: “Delicioso, señor, le salió espectacular”.
Pasaron algunas semanas y, un domingo cualquiera, paseando por Barranco, encontré una feria artesanal. Ahí, entre puestos coloridos, vi algo que me llamó la atención: kombucha embotellada. Era diferente. Vestida en una botella elegante, parecía más una cerveza artesanal que un brebaje salido de un experimento. Algo dentro de mí —quizá la curiosidad, quizá el hambre— me impulsó a darle otra oportunidad.

Y ahí ocurrió el milagro.
La experiencia fue completamente distinta: fresca, chispeante, vivaz. Esa fina acidez, esas burbujas juguetonas en la lengua… ¡era como beber un elixir de vida! No estoy exagerando. El efecto revitalizador llegó tan rápido que juraría que hasta el cielo de Barranco se puso más azul. Ese día entendí que, como en tantas cosas en la vida, a veces hay que mirar más allá de las primeras impresiones.

Te invito a que tú también te atrevas. Sí, puede dar un poquito de miedo al principio —especialmente si ves el SCOBY flotando como un alien en entrenamiento— pero créeme, ¡vale cada sorbo!
Volví corriendo a la casa de mi suegro, esta vez sin barreras ni prejuicios. Al probar su kombucha con el corazón (y la mente) abiertos, descubrí que era mucho más rica, más profunda, más viva que la embotellada. Sentí, literalmente, cómo me despertaba todos los sentidos.
Desde entonces, supe que ya no habría vuelta atrás. La kombucha había llegado a mi vida para quedarse.
Hoy, miro atrás y sonrío. Nunca habría imaginado que un día mi mundo giraría entre burbujas, fermentaciones y cultivos vivos. Sí, nuestra historia de amor no comenzó con un flechazo, pero como esos amores que maduran a fuego lento, cada día que pasa me enamoro más. Cada sorbo es una lección, un momento de conexión y de asombro.
Así que si alguna vez te ofrecen un vasito de kombucha y sientes un cosquilleo de duda... ¡atrévete! Quizá no sea amor a primera vista, pero podría ser el comienzo de una aventura deliciosa.

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